A Lidia, Arkade, Eduard y Mila Valdman de EE.UU.
Nos encontrábamos en el vuelo de regreso del Torneo Interzonal de Brasil. Nuestro avión aterrizó en Conakry, capital de Guinea.
Nos alojamos en un hotel, al lado de un mercado al aire libre. Todos los alrededores del recinto del hotel estaban cerrados. En otras palabras, los vendedores no tenían acceso al hotel, pero nosotros sí que podíamos salir al mercado. ¡Y cómo iba uno a encontrarse en el corazón de África y volver a casa sin un recuerdo hecho de ébano!
La negociación en los mercados al aire libre puede variar mucho de un país a otro. Algunas relaciones entre el comprador y el vendedor son clásicas. Como muchos turistas podrán certificar, los vendedores aprecian a las personas capaces de regatear duramente pero sin llegar a ser agresivas o insolentes. Hay que negociar con firmeza pero de modo amistoso. ¿Cuáles son las emociones positivas que experimentan los participantes en estos “tratos comerciales”?
Creo, y la vida me lo ha confirmado, que poseo todas las cualidades de un comprador “oriental”. Al menos, siempre consigo encontrar una lengua común incluso con los interlocutores más dispares y siempre intento encontrar el camino más corto hacia el corazón del vendedor.
Nuestra delegación (Smyslov, Polugaevsky, Geller, Keres, Taimanov y Savon entre otros) decidió enviarme al mercado como representante del grupo para comprar recuerdos. La elección estaba hecha. Los demás miembros de la delegación permanecieron al otro lado de la “línea de demarcación”, del lado del hotel, y esperaron mi actuación.
Como es bien sabido, el regateo en oriente implica todo un ritual muy concreto. En un bando están los que intentan comprar más barato y, en el otro, los que intentan vender más caro. Ambas partes se complacen en este proceso. Es muy difícil expresar con palabras la emotividad de los vendedores y su temperamento exótico y, por así decirlo, pintoresco. Imaginaos también las vestimentas de un colorido maravilloso y la seductora fascinación de los diversos productos expuestos en mesas y por el suelo...
Los vendedores en seguida vieron en mí a un cliente prometedor. Gritaban y corrían hacia mí con artículos en las manos, pero yo me resistí y esperé el momento oportuno. Finalmente, después de pasearme entre varios puestecillos, un vendedor de máscaras captó mi atención. Era un hombre negro muy alto y apuesto e iba vestido completamente de blanco. Ambos sentimos al instante una mutua atracción capitalista, si puedo llamarlo así. Espíritus afines.
Le pregunté en un inglés chapurreado cuánto me costarían siete máscaras. No me contestó inmediatamente. Me tomó por el brazo y me paseó entre las mercancías que tenía en el suelo. Mientras caminábamos, declaró en un inglés excelente que veía en mí a un amigo, que había sentido una gran atracción hacia mi persona y que por eso podría ofrecerme las máscaras por el mínimo precio posible... ¡cien dólares!
Le di las gracias, me solté la mano y lo cogí por el brazo y empecé a caminar en la dirección contraria. Le dije que yo había sentido la misma atracción y que, para conservar los mejores recuerdos de África y de él mismo, deseaba comprar para mí y para mis amigos (señalé con la cabeza a nuestra delegación) varios juegos de máscaras.
Contento, hizo un gesto de asentimiento y me preguntó el precio que pensaba pagar. Le contesté educadamente que, por cada juego, estaba dispuesto a pagarle... ¡un dólar!
El hombre alto y bien parecido saltó, sorprendido. Vio que había encontrado en mí a un duro adversario y dijo:
-Ya veo que sabe usted apreciar mi arte. Cincuenta dólares.
-Dos -le dije con firmeza.
El regateo había comenzado.
-Cuarenta y cinco.
-Tres.
-Cuarenta.
-Cuatro.
No hubo trato. Me di media vuelta y empecé a caminar lentamente hacia el hotel. Tendría que informar a mis amigos de que, debido a nuestros modestos medios económicos, no podríamos comprar los tan codiciados recuerdos de África. El vendedor se dio cuenta de que estaba a punto de perder el único cliente que había tenido ese día. Sus concesiones comenzaron a ser más tentadoras. Seguía gritando acalorado y, cuando estaba a unos diez metros del hotel, vociferó:
-¡Veinte!
-Cinco
- Le enseñé la mano con los dedos bien abiertos, pero sin darme todavía la vuelta.
-Quince.
Justo cuando estaba a punto de cruzar la “línea de demarcación” acordamos que le pagaría ocho dólares por cada juego.
Muchos años después, todos los jugadores que llegaban a Conakry recordaban el inusual regateo en el mercado en el que había participado su colega. Lo que pocos de ellos sabían era que anteriormente ya me había encontrado en una situación similar. Aunque aquella vez todo resultó un auténtico fracaso.
Ocurrió mucho tiempo antes. En nuestro viaje de regreso de Tunicia pasamos algunos días en la capital. Estábamos paseando y se nos acercó un extraño ofreciéndonos una piel de carnero. El olor de esa piel siempre me ha molestado. Le dijimos que no nos interesaba, pero el extraño nos siguió tercamente. Durante un buen rato no pudimos deshacernos de él. Al final, ya no pude resistirlo más y le dije:
-¿Cuánto pides por la piel?
-Cincuenta dinares.
-Uno -le dije convencido de que rechazaría mi oferta.
Aún no había terminado de pronunciar esta palabra cuando me encontré con aquella repugnante piel sobre los hombros.
-¡De acuerdo!
La Olimpiada de Ajedrez de 1986 se celebró en uno de los lugares más exóticos del planeta: Dubai, capital de los prósperos Emiratos Árabes Unidos. El país ha surgido en medio de un desierto, como un ave fénix. Es un país que importa incluso el agua y... hasta la tierra. Todo aquel que haya estado allí alguna vez se habrá dado cuenta de lo que el hombre es capaz de hacer con su trabajo. ¡Es un milagro rodeado de desierto! Dicen que aquí el dinero sale de las tuberías, las tuberías de petróleo. Pero aquí el capital no sólo se “recoge”, sino que también se invierte en desarrollo y en la creación de un país interesante, hermoso y prometedor. Cuando uno se aproxima a Dubai en avión, ve un océano de luces, rascacielos y torres de perforación. No se trata de un espejismo, los Emiratos Árabes son un milagro real.
Durante la Olimpiada conocí a una joven de Leningrado, Galina. Vivía en Dubai y su marido era el propietario de una sucursal de una conocida tienda francesa, Majestic. Empezamos una conversación...
-¿Sabes? -dijo ella- Me gustaría tener algún detalle con mis compatriotas. Os invito a todos a la tienda de mi marido. Espero que podáis hacer buenas compras y no os preocupéis por el precio; mi marido os hará un descuento especial.
Por supuesto, sabíamos que la alta costura francesa, y aún más cuando se vendía en suelo árabe, suele tener unos precios astronómicos, pero con el descuento prometido... La Olimpiada estaba a punto de finalizar con buenos resultados para los dos equipos soviéticos, el masculino y el femenino, todo el mundo se sentía feliz. Yo era el entrenador de uno de los equipos y notifiqué la invitación a nuestra delegación. Alrededor de unas diez personas (Maya Chiburdanidze, Nona Gaprindashvili y Anatoli Karpov entre otros participantes) nos subimos en lujosos vehículos que habían sido especialmente enviados para nosotros y nos dirigimos a Majestic. Al llegar nos ofrecieron sorbetes y cafés. Después de saborear los dulces orientales, pasamos a las diferentes secciones de la tienda de moda.
Maya fue la primera que se dirigió a mí:
-¡Aquí no se puede comprar nada! He estado mirando vestidos y algunos son preciosos, pero ¡los más baratos cuestan casi mil dólares! Ya sé que se trata de alta costura y todo eso pero ¡vaya precios!
El tiempo pasó y todos los pasajeros de nuestra excursión fueron agrupándose a mi alrededor. Todos opinaban lo mismo sobre los precios y me observaban, puesto que había sido yo quien los había tentado con la invitación de Galina y de su marido. Me consideraban una especie de “Ivan Susanin”. Era esencial encontrar un método decente para marcharse de allí, una “despedida cordial”. Galina y su marido también se unieron al grupo.
-¿Les ha gustado algo de nuestra tienda? ¿Qué han elegido?
-Sí, claro -respondí-. Todos estamos muy impresionados, todo es precioso, único. ¡Magnífico!
-¿Y hay algo que deseen comprar?
-Bien -continué yo-, se ha producido una curiosa coincidencia. Varios de mis colegas no han encontrado la talla que necesitan...
El marido parecía incómodo y, pensamos, que incluso insultado.
-¿Cuáles son las tallas que no han encontrado? -quiso saber Galina, que nos traducía las preguntas de su marido.
Decidí que debía cargar con las consecuencias.
-Por ejemplo, no he conseguido encontrar un cinturón de mi medida. He visitado muchos países y esto siempre ha sido un problema...
-Disculpe, ¿está seguro de que no hay cinturones de su medida?
Nos dirigimos todos hacia la sección de complementos para caballero a la que, para ser franco, confieso que no me había acercado siquiera. En seguida encontramos lo que buscábamos.
-¿Le van bien éstos?
Vimos docenas de cinturones de mi talla, una cantidad casi irreal de cinturones: de piel de cocodrilo, de serpiente, una increíble variedad de colores y estilos, de una o varias capas, por no hablar de las hebillas. Me probé varios, vi que eran exactamente de mi talla y dije con voz débil:
-Son justo lo que siempre había soñado. ¿Cómo es posible que no los viera antes? ¡Me encantan!
-¿Entonces? -volvió a preguntar Galina mirando a su marido.
-Sí, sí, me encantan.
El marido sonrió con orgullo y dijo:
-Eduard, le voy a hacer un 50% de descuento por el cinturón.
En aquel momento olvidé dónde me encontraba y me sentí como si estuviera flotando en el aire.
-¿De verdad? ¿Un 50%? ¿Y podría comprar dos cinturones en las mismas condiciones?
El propietario de Majestic no había visto nunca a nadie que comprara los cinturones a pares.
-Si tanto le gustan, haremos lo siguiente: el primero se lo doy con el 50% de descuento y el segundo, puede elegir el que quiera, se lo regalo. -Nos volvió a mirar, orgulloso-. Para que vea cuán generoso puedo ser.
Volví a poner los pies en el suelo y quise saber cuánto me iba a costar aquel recuerdo de Majestic. Eché un vistazo a la etiqueta, que no había mirado hasta entonces, convertí mentalmente la moneda local en dólares y comprendí que el cinturón valía casi 200$. Bajo las condiciones ofrecidas, cada cinturón acabaría costándome casi 50$. Debo confesar que el dinero de que disponía para pasar la Olimpiada entera era inferior al precio de los cinturones. Sí, eran bonitos, la piel y las hebillas... Pero en Kiev, en Bessarabka, que es una tiendecita de artículos para caballero, también se puede comprar un cinturón fabricado por algún artel de la “Revolución de Octubre” por unos 95 rublos. Estará hecho de piel de cerdo pero también sirve para sujetar los “pantalones de los hombres inteligentes”...
Mis colegas adivinaron por mi expresión el precio de “mis compras” y adoptaron un gesto curioso. Por supuesto, sabían que no iba a dejarme “engatusar” del todo por dos cinturones. Ni siquiera por diez... Sus sonrisas estaban llenas de malicia. “Gufeld no tiene escapatoria, tendrá que pagar”, pensaban. Los más interesados eran Anatoly Karpov y mi “discípula” Maya Chiburdanidze. ¿Quién sino Maya podía entenderme tan bien después de nuestros largos años de cooperación? Ella estaba convencida de que yo no pagaría un precio excesivo por un cinturón.
Podía leer en sus ojos lo que estaban pensando: “¿Cómo vas a salir de ésta?”. Pero yo ya había empezado a madurar mi plan para la “partida”. Tan sólo necesitaba algunos preparativos en la “apertura”.
-¡Muchísimas gracias! -Así empezaba mi partida de 100$-. Gracias, queridos amigos, pero no puedo aceptar vuestra franca y generosa hospitalidad. De verdad, no puedo. Lo que me ofrecéis supone aprovecharme de vuestra benevolencia y amabilidad. No podría causaros este mal. Mi buena educación no me lo permite. Gracias por haberlo sugerido pero... no puedo.
Galina fue la primera en reaccionar:
-Querido Eduard, ¿de qué estás hablando? ¡Será un verdadero placer para nosotros! ¡Por favor!
-No, Galina, no puedo. Va en contra de las leyes de la ética.
En seguida tradujo mis palabras a su marido.
-No, no, Eduard -me dijo en inglés-. Haznos este favor. Será un placer para nosotros. Debes llevarte un recuerdo de este país, un buen recuerdo de Dubai. ¡Por favor, acepta nuestra oferta!
-No, amigos míos, no. No me sentiría bien. No puedo aceptar una oferta tan generosa. ¡Un cinturón por la mitad de precio y el otro gratis! Sentimos un gran respeto y simpatía por vosotros, les agradecemos su recepción y su cordialidad en Majestic. Le doy mi palabra de honor de que recomendaremos su tienda a todos nuestros amigos que vayan a visitar Dubai.
-¡Oh, Eduard! Nos harías tan felices si aceptaras este regalo y hablaras de Majestic cuando vuelvas a casa ...
-Por favor, Eduard. Mi marido y yo te suplicamos que aceptes nuestra oferta para que guardes un buen recuerdo.
Mis colegas observaban con atención la diplomática negociación e intentaban adivinar el “movimiento final” y quién sería el vencedor de la “partida”. Veía por su mirada que no se imaginaban cuál iba a ser el “golpe final”, ni Anatoly ni Maya ni Nona ni nadie.
-Está bien, queridos amigos. Si de veras insistís tanto, aceptaré la oferta parcialmente. Me quedaré con el cinturón de regalo y así el daño que os causaré será menor.
El marido sonrió. Este golpe final había sido inesperado y se dio cuenta de que había perdido “el final”.
Saqué varios adhesivos del Osito Misha de mi bolsillo, de esos dorados de buena calidad. Después de las Olimpiadas de Moscú solía llevar unos cuantos en el bolsillo cuando salía de viaje. Puse uno en el pecho de Galina y otro en el de su marido. Nos abrazamos como buenos amigos. Me puse el cinturón y regresamos a los coches. Debo confesar que ese cinturón todavía sigue acompañándome. Y he mantenido mi palabra. Si sé de alguien que debe viajar a los Emiratos, le cuento esta historia, salvando algunos detalles sin importancia. De veras he hecho mucha publicidad de Majestic.
Si algún día vas a la capital de los Emiratos, no dejes de visitar la tienda, da mi nombre y te harán un generoso descuento. Personalmente, no he vuelto a poner los pies allí.
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